Un ucraniano revela el terror de los prisioneros
Un ucraniano revela el terror de los prisioneros
Viernes, 05 de Julio 2024, 09:55h
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En un momento me imaginé escapando de la cárcel. No para volver a Ucrania, sino para refugiarme en el siguiente pueblo, esconderme en una granja y comer la comida de los cerdos. O al menos recibir un disparo al tratar de saltar la valla en vez de sufrir esta muerte lenta». Hoy, el soldado Oleksiy Anulja, de 30 años, se encuentra en el hospital número 1 de Ternópil, en Ucrania. Cuando fue liberado en la víspera de año nuevo de 2022, después de casi diez meses de cautiverio, estaba irreconocible. Le faltaban dientes, la carne de sus piernas estaba putrefacta y sus huesos, rotos. La musculatura de este antiguo campeón de kickboxing había desaparecido. Más de un año después, Oleksiy todavía lucha por recuperarse.
Rusia y Ucrania han intercambiado prisioneros en 50 ocasiones. Oleksiy es uno de los tres mil ucranianos liberados. Desde entonces, este soldado se ha convertido en un fenómeno mediático; millones de ucranianos han visto sus entrevistas en YouTube en las que cuenta su cautiverio, para, según dice él, que nadie olvide a los más de ocho mil ucranianos que aún siguen en cárceles rusas.
La historia de Anulja no se puede verificar en todos los detalles. La vida en las prisiones rusas está vetada a los informadores, pero aun así organizaciones de derechos humanos y Naciones Unidas documentan las condiciones carcelarias.
La ONU ha hablado con más de 200 ucranianos liberados. En sus expedientes acusa a Rusia de violar el derecho humanitario y posiblemente de cometer crímenes de guerra. Se trata de prisioneros maltratados, malnutridos, enfermos, torturados, violados y ejecutados. El caso de Anulja es uno de los testimonios de esos documentos. Esta es su historia...
«Un día después de que comenzara la guerra, las tropas rusas rodearon mi ciudad natal, Chernígov, a solo 90 kilómetros de Rusia. Yo me alisté para defender a mi país y a mis hijos. A principios de marzo me encontraba con mi división en Lukashivka protegiendo a la población civil cuando una detonación me arrojó al suelo. Sentí un trozo de hueso en la boca. A mi camarada le faltaba la mitad de la cabeza. Los tanques rusos habían entrado en el pueblo y venían hacia mí. Corrí hasta una zanja, donde me oculté con el rifle apuntando a mi barbilla, dispuesto a apretar el gatillo. Así estuve doce horas, hasta que, finalmente, me detuvieron.
Los rusos me llevaron a una granja cerca de Bielorrusia. Atado, me metieron en una habitación con otro soldado ucraniano. 'Sucio animal', dijeron los soldados al ver que mi compañero se había cagado. Un disparo y estaba muerto. A mí me golpearon. Un soldado puso su rifle en mi rodilla. Primero quería información. Luego dijo: 'Bueno, sucio ucraniano, ¿te has lavado el culo?'. Se bajó los pantalones. Sus rodillas tocaron mis pantorrillas. Me agarró el trasero. El otro tipo que me sujetaba dijo: 'Más rápido. Yo también quiero'. Mi cuerpo estaba cubierto de sangre.
A la mañana siguiente me izaron hasta el techo con un cable atado a las muñecas. Pronto dejé de sentir mis manos. Cada pocas horas venían a golpearme otros soldados. Pasé varios días así con un dolor insoportable. Mis registros médicos muestran las consecuencias: músculos demasiado estirados, daño en los tendones.
Un milagro me salvó: un nuevo soldado ruso me reconoció. 'Eres kickboxer, ¿verdad?'. El tipo había perdido contra mí en una competición. Me preparé para lo peor. Pero me vendó las heridas, me trajo comida y me llevó al baño. Una mañana, me dio unos pantalones. 'Te van a llevar a Rusia –dijo–. Las cosas serán más difíciles allí, pero las posibilidades de supervivencia son mayores'.
Crucé la frontera rusa en un autobús con un grupo de prisioneros hasta un centro de detención en Kursk. Pasé 40 días allí. A principios de mayo nos subieron a un avión con bolsas en la cabeza. Dijeron que volaríamos a casa, pero cuando salimos del avión las fuerzas especiales rusas estaban esperándonos. Nos golpearon. Mi pierna había empezado a pudrirse. Cuando la estiraba, dolía tanto que saltaba sobre la otra. Los rusos me pusieron el apodo de 'saltamontes'.
Esa noche llegamos a la Colonia Penal número 1 en Donskói, cerca de Tula. Unos focos iluminaban el edificio que se encontraba detrás del muro de alambre. Los guardias nos golpearon con porras y nos electrocutaron con picanas. Nos apiñaron a 50 personas en un patio diminuto. Allí estuvimos horas y horas. Se suponía que debíamos orinar en un recipiente, pero no se nos permitía vaciarlo en suelo ruso. Quien tuviera el bote lleno tenía que bebérselo.
Por las mañanas nos levantaban a las seis menos diez. Para desayunar, tres cucharadas de avena, una rebanada de pan y un vaso de agua hirviendo. A las nueve y media, los guardias nos llevaban al patio. Nos llamaban 'fascistas'. Decían: 'Estamos preparando un Auschwitz para vosotros'. Nos golpeaban con garrotes y tubos. Aún escucho los gritos. Hay pocas cosas más aterradoras que los quejidos de hombres adultos.
La mayor parte del tiempo permanecíamos en la celda con las manos detrás de la espalda y la cabeza inclinada. Un golpe del supervisor significaba saludar al 'jefe'. Dos, informar de cuántos prisioneros había en la celda. Tres, 500 sentadillas. Cuatro, puñetazos. Cinco, gritar: 'Zelenski es un maricón. Biden es un maricón. Putin es nuestro presidente'.
Por la noche recé para no vivir al día siguiente. Mi corazón latía con fuerza las 24 horas del día, los siete días de la semana. Siempre esperando a que abrieran la celda, me golpearan, me humillaran. Tuve que masticar mis calcetines sucios durante casi tres horas. Me saltaron varios dientes. Hasta 14 veces me sentaron en la silla eléctrica, hasta que todo mi cuerpo convulsionó. Una vez sangraba tanto que me llevaron al médico. 'Los guardias no te golpean, te reforman', dijo en vez de atenderme. 'Te estamos vacunando contra el fascismo, contra ser nazi'. Lavé mis vendas con orina.
A las diez de la noche nos permitían dormir. Pero tan pronto como cerrábamos los ojos un estruendo resonaba en la celda: '¡Levántense, perras!'. Y teníamos que hacer sentadillas: 500, 1000 prisioneros se hundían en el suelo. Los ancianos, los hambrientos y los más débiles se quedaban clavados en el barro hasta que se los llevaban a rastras.
A finales de agosto de 2022, después de tres meses y medio, me trasladaron a una sala de castigo. Estaba solo. El agua goteaba por las paredes mohosas. No había ventana, solo una bombilla parpadeante. Cuando llegó el invierno, el frío era insoportable. Un pensamiento me mantenía con vida: si muero en Rusia, mis hijos no podrán visitar mi tumba. Vivía de pasta de dientes que sacaba de la basura, masticaba papel higiénico.
Un día logré atrapar una rata, pero los guardias lo vieron en el vídeo de vigilancia. Me sacaron a rastras de la celda, cuando ya me había metido la rata en la boca. El animal me mordió la lengua y los guardias me golpearon hasta que empecé a sangrar por la boca, pero la sangre no era mía. Feliz me arrastré de regreso a mi celda. La rata me ayudaría a sobrevivir.
En diciembre, los guardias me mostraron una lista con los prisioneros que iban a intercambiar. Mi nombre no aparecía. Esa noche quité la sábana de la cama para colgarme de los barrotes. Entonces sucedió algo increíble. Mi difunta abuela se me apareció. '¿Adónde vas? –preguntó–. Aún no les has dado ningún regalo de año nuevo a tus hijos'. Esa visión me salvó. Antes de que pudiera ahorcarme, los guardias abrieron la puerta.
Dos días después, el 28 de diciembre de 2022, me dijeron que nos íbamos. Casi no podía caminar. Primero volé a Kursk. A la mañana siguiente nos subieron a dos autobuses. Los guardias rusos dijeron que nos iban a fusilar. Cuando el autobús se detuvo y los guardias bajaron del vehículo, salimos corriendo, pero tropezamos y caímos al suelo. Entonces apareció ante nosotros un hombre. '¿Estos son los héroes ucranianos?', preguntó. Al principio pensé que los rusos se burlaban de nosotros. Pero frente a nosotros estaba un oficial de inteligencia ucraniano. Por la noche, poco después del año nuevo de 2023, regresamos a Ucrania.
Tan pronto como cruzamos la frontera, me dijeron que Chernígov, mi ciudad natal, había sido liberada. Pero yo no sentía nada. Ni alegría ni ira. Mi familia vino a verme ese mismo día. Mi hijo, que ahora tiene 5 años, no me reconoció. Mi hija mayor lloró al verme tan delgado. Mi esposa me contó que mi padre había muerto. Los rusos lo quemaron vivo en una iglesia. Cuando mi familia se fue tras una hora de visita, suspiré aliviado. Me había acostumbrado a estar solo.
Antes de mi cautiverio pesaba 102 kilogramos; tras mi liberación, 40 kilos menos. Me rompieron la nariz y me dislocaron la mandíbula. Me rompieron la clavícula y ocho costillas. Mis músculos estaban desgarrados. Mis piernas, podridas y negras. Cuando los médicos del centro de acogida las vieron, me llevaron a un hospital. Al principio querían amputármelas, pero decidieron luchar por ellas. Al cabo de unas semanas pude volver a caminar. Volver a sonreír me tomó mucho más tiempo.
Me trataron en hospitales ucranianos durante seis meses y en Israel y Letonia durante cuatro. Regresé a casa en noviembre de 2023. Mi hijo y mi esposa me suplican que les prometa que nunca más voy a dejarlos. No puedo hacer lo que me piden. Es difícil. Mi mujer y yo casi rompemos dos veces desde mi vuelta. Ella piensa que soy egoísta por querer volver al Ejército. Yo le trato de explicar que debo hacerlo para que nuestros hijos no tengan que ir un día a la guerra».