Viernes, 11 de Octubre 2024, 09:50h
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Me había jurado por el cetro de Ottokar y los bigotes de Plekszy-Gladz no volver a Lisboa, la hermosa ciudad antaño antigua y señorial, como afirma el famoso fado, arrasada hasta los cimientos por ese turismo de masas fuera de control que convierte a Europa en intransitable parque temático de selfis, chanclas, calzoncillos y hoteles de Cristiano Ronaldo a mil euros la noche, con Ferraris y Porsches aparcados como reclamo ante la puerta. Estaba resuelto a no sufrir más con el lamentable espectáculo; pero la carne es débil, el hombre propone y su editor, editora en este caso, dispone. Así que aquí estoy de nuevo, no en uno de mis dos hoteles de toda la vida –que ésa es otra–, porque ahora todo hay que reservarlo con meses de antelación y pago de antemano, sino en uno mucho más caro y más feo, lleno de anglosajones que preguntan, sin hacer el menor esfuerzo por usar la lengua local, dónde pueden ver bailar el típico flamenco portugués; y no saben si están en Lisboa, en Oporto, en Sevilla o donde la puta que los parió.
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